Autor: Carlos Balladares Castillo (mayo, 2008)
Introducción
¿Era posible la transición a la democracia sin un golpe de Estado en la Venezuela postgomecista? ¿se podía mantener la “pureza” del movimiento civil de la generación del 28 (no involucrar a los militares en la política ni utilizar sus formas de acción: golpes o insurrección)? Dos preguntas totalmente relacionadas con los hechos del 18 de octubre de 1945, y que no pueden dejarse sin responder si deseamos comprender el significado histórico de esta fecha. Efeméride que representa el momento fundacional de la democracia (junto al 23 de enero de 1958), y por tanto las acciones y principios que se generaron en torno a su desarrollo histórico terminaron dejando “huella” en nuestra forma de pensar la institucionalidad democrática.
La interpretación del 18 de octubre en la historiografía venezolana se ha visto fuertemente influenciada por la discusión política: ¿golpe o revolución?, este es el dilema que resalta Manuel Caballero en el artículo que desarrolla el tema en el Diccionario de Historia de Venezuela de la Fundación Polar[1]; aunque luego, en sus libros: La crisis de la Venezuela contemporánea (1903-1992)[2], y Rómulo Betancourt, político de nación[3], señalará que ambas interpretaciones pueden aceptarse; porque una cosa es el suceso de ese día (pronunciamiento militar y derrocamiento del gobierno por un sector rebelde de las Fuerzas Armadas) y otro el proceso que comienza en esa fecha: “trienio” revolucionario por iniciar radicales cambios en la sociedad venezolana donde es determinante “la irrupción de las masas a través del voto” y el voto como mecanismo para hacer política, el castigo a los corruptos (que incluía confiscación de sus bienes), la masificación de la educación como nunca se había hecho en nuestra historia, y la relación con el poder: al ser “la primera vez que los gobernantes revolucionarios provisionales no intentan” perpetuarse en él[4]; y otros factores revolucionarios fueron: la participación de los jóvenes y las mujeres en la política, y la aparición como “referencias ineludibles” de dos nuevos actores en el espacio político: los partidos y la Fuerza Armada[5].
¿Era posible la transición a la democracia sin un golpe de Estado en la Venezuela postgomecista? ¿se podía mantener la “pureza” del movimiento civil de la generación del 28 (no involucrar a los militares en la política ni utilizar sus formas de acción: golpes o insurrección)? Dos preguntas totalmente relacionadas con los hechos del 18 de octubre de 1945, y que no pueden dejarse sin responder si deseamos comprender el significado histórico de esta fecha. Efeméride que representa el momento fundacional de la democracia (junto al 23 de enero de 1958), y por tanto las acciones y principios que se generaron en torno a su desarrollo histórico terminaron dejando “huella” en nuestra forma de pensar la institucionalidad democrática.
La interpretación del 18 de octubre en la historiografía venezolana se ha visto fuertemente influenciada por la discusión política: ¿golpe o revolución?, este es el dilema que resalta Manuel Caballero en el artículo que desarrolla el tema en el Diccionario de Historia de Venezuela de la Fundación Polar[1]; aunque luego, en sus libros: La crisis de la Venezuela contemporánea (1903-1992)[2], y Rómulo Betancourt, político de nación[3], señalará que ambas interpretaciones pueden aceptarse; porque una cosa es el suceso de ese día (pronunciamiento militar y derrocamiento del gobierno por un sector rebelde de las Fuerzas Armadas) y otro el proceso que comienza en esa fecha: “trienio” revolucionario por iniciar radicales cambios en la sociedad venezolana donde es determinante “la irrupción de las masas a través del voto” y el voto como mecanismo para hacer política, el castigo a los corruptos (que incluía confiscación de sus bienes), la masificación de la educación como nunca se había hecho en nuestra historia, y la relación con el poder: al ser “la primera vez que los gobernantes revolucionarios provisionales no intentan” perpetuarse en él[4]; y otros factores revolucionarios fueron: la participación de los jóvenes y las mujeres en la política, y la aparición como “referencias ineludibles” de dos nuevos actores en el espacio político: los partidos y la Fuerza Armada[5].
A pesar de ese hecho surge el problema de la transición; el problema de la democracia vista como momento fundacional, y su impacto en las formas de entender y hacer la política. La pregunta que nos hacemos es si la acción militar (el golpe) daña o no a la democracia. Para responder a ello, revisaremos la tradición violenta o caudillista militar de nuestra historia junto a las propuestas del movimiento democrático civil; las contradicciones de ambos. Finalmente trataremos de explicar la síntesis, que la nueva élite en el poder, intenta dar; es decir, ¿cómo resolvió la paradoja entre civilismo y militarismo?; y cómo esto llevó a la creación de un mito fundacional que se refuerza con otros mitos de nuestra historia, mito que todavía marca nuestro caminar hacia la democracia.
La pureza civilista democrática (anteriores posts sobre el tema: I y II)
A partir de la Generación del 28 (en especial, gracias a la experiencia de los jóvenes políticos en el exilio al conocer las organizaciones y corrientes políticas modernas), en Venezuela surgen los partidos políticos de masas que lucharán por la participación de los civiles en el poder por medio del sufragio universal y la elección directa de los poderes públicos, la competencia electoral interpartidista y los grupos de presión (sindicatos, etc.). El sufragio universal significaría el protagonismo de los civiles (inmensa mayoría de la población), siempre y cuando fuera realmente universal (participación de jóvenes desde los 18 años y no 21 como era hasta ese momento, el voto femenino y de los analfabetas, y la eliminación de los grados en la elección de los diputados y senadores, y el Presidente). El proyecto civilista democrático negaba el militarismo y el tutelaje de una minoría profesional, era de la idea que la democracia se aprende ejerciéndola y no necesitaba de gradualismo educativos como planteaban los positivistas.
El civilismo, entendiendo por tal la participación de los civiles en la política sin tutelajes militares o de otro tipo, junto a una forma de hacer política no violenta; aparece en la historia de Venezuela de una manera determinante desde la aparición de la Generación del 28[1], y se consolidará en la década postgomecista (1935-1945). Una revisión de los documentos y los discursos de lo que será luego la organización política más importante de su época: Acción Democrática, en la “pluma” y oratoria de sus más importantes líderes (en especial Rómulo Betancourt); resalta la idea de la lucha por el protagonismo de lo civiles en contraste con el militarismo existente y que se identifica con el pasado, el gomecismo y el ejército obviamente. Así podemos citar los siguientes textos, el subrayado es nuestro:
Luchamos por una democracia decente, distinta a esta democracia a ultranza de hoy, donde actúa como elemento dirigente el individuo más "guapo", el más hábil en el manejo de la macana, y no el más capacitado ética e intelectualmente para esa función; luchamos porque elementos civiles sustituyan en el manejo de la cosa pública a los sargentones analfabetos que han venido monopolizando la política y la administración; luchamos por la conquista de un estado social equilibrado y armónico, propicio al libre desenvolvimiento de las aspiraciones colectivas (Rómulo Betancourt y Miguel Otero Silva, 1929, “En la huella de la pezuña”).
Programa mínimo de acción inmediata de acuerdo con los siguientes enunciados: hombres civiles al manejo de la cosa pública con exclusión de todo militar del mecanismo administrativo durante el período preconstitucional y lucha contra el caudillismo militarista (...) (ARDI, 1931, “Plan de Barranquilla”).
Son nuestros enemigos irreconciliables, en el plano de la acción política, y contra ellos estamos y estaremos: a) La burguesía imperialista internacional, mediatizadora de nuestra economía, y su aliada nativa, la clase nacional de latifundistas y de grandes señores del comercio y de la industria, y b) el caudillaje militar. (…) De la generalada «redentora» sí estábamos desvinculados de tiempo atrás, radicalmente. Al conocerlos y tratarlos, uno a uno, nos habíamos convencido de que ninguno de ellos -sea de viejo o de nuevo cuño, «arrepentido de pasados errores» o inédito en las funciones administrativas significaría, desde el poder, como gobernante, ningún avance con relación al régimen actual. (Rómulo Betancourt, 1932, “Contra quién estamos y con quién estamos”).
A partir de la Generación del 28 (en especial, gracias a la experiencia de los jóvenes políticos en el exilio al conocer las organizaciones y corrientes políticas modernas), en Venezuela surgen los partidos políticos de masas que lucharán por la participación de los civiles en el poder por medio del sufragio universal y la elección directa de los poderes públicos, la competencia electoral interpartidista y los grupos de presión (sindicatos, etc.). El sufragio universal significaría el protagonismo de los civiles (inmensa mayoría de la población), siempre y cuando fuera realmente universal (participación de jóvenes desde los 18 años y no 21 como era hasta ese momento, el voto femenino y de los analfabetas, y la eliminación de los grados en la elección de los diputados y senadores, y el Presidente). El proyecto civilista democrático negaba el militarismo y el tutelaje de una minoría profesional, era de la idea que la democracia se aprende ejerciéndola y no necesitaba de gradualismo educativos como planteaban los positivistas.
El civilismo, entendiendo por tal la participación de los civiles en la política sin tutelajes militares o de otro tipo, junto a una forma de hacer política no violenta; aparece en la historia de Venezuela de una manera determinante desde la aparición de la Generación del 28[1], y se consolidará en la década postgomecista (1935-1945). Una revisión de los documentos y los discursos de lo que será luego la organización política más importante de su época: Acción Democrática, en la “pluma” y oratoria de sus más importantes líderes (en especial Rómulo Betancourt); resalta la idea de la lucha por el protagonismo de lo civiles en contraste con el militarismo existente y que se identifica con el pasado, el gomecismo y el ejército obviamente. Así podemos citar los siguientes textos, el subrayado es nuestro:
Luchamos por una democracia decente, distinta a esta democracia a ultranza de hoy, donde actúa como elemento dirigente el individuo más "guapo", el más hábil en el manejo de la macana, y no el más capacitado ética e intelectualmente para esa función; luchamos porque elementos civiles sustituyan en el manejo de la cosa pública a los sargentones analfabetos que han venido monopolizando la política y la administración; luchamos por la conquista de un estado social equilibrado y armónico, propicio al libre desenvolvimiento de las aspiraciones colectivas (Rómulo Betancourt y Miguel Otero Silva, 1929, “En la huella de la pezuña”).
Programa mínimo de acción inmediata de acuerdo con los siguientes enunciados: hombres civiles al manejo de la cosa pública con exclusión de todo militar del mecanismo administrativo durante el período preconstitucional y lucha contra el caudillismo militarista (...) (ARDI, 1931, “Plan de Barranquilla”).
Son nuestros enemigos irreconciliables, en el plano de la acción política, y contra ellos estamos y estaremos: a) La burguesía imperialista internacional, mediatizadora de nuestra economía, y su aliada nativa, la clase nacional de latifundistas y de grandes señores del comercio y de la industria, y b) el caudillaje militar. (…) De la generalada «redentora» sí estábamos desvinculados de tiempo atrás, radicalmente. Al conocerlos y tratarlos, uno a uno, nos habíamos convencido de que ninguno de ellos -sea de viejo o de nuevo cuño, «arrepentido de pasados errores» o inédito en las funciones administrativas significaría, desde el poder, como gobernante, ningún avance con relación al régimen actual. (Rómulo Betancourt, 1932, “Contra quién estamos y con quién estamos”).
Autor: Carlos Balladares Castillo (mayo, 2008)
Generación del 28, y Rómulo Gallegos en un acto antofranquista en 1947. |
En el lenguaje de la Generación del 28 fue surgiendo un ideal fundamental: el civilismo, en el cual se excluía la participación de los militares en el gobierno. Los militares serían obedientes a los civiles y no deliberantes. Los análisis histórico-políticos desarrollados por esta generación (en especial la izquierda), mostraban el caudillismo-militarismo (unido a la burguesía imperialista) como la causa de la no existencia de la democracia en Venezuela. Es por ello que se desarrolló una visión de “pureza democrática” que no podía ser “manchada” por la participación de los militares en la política; ni de sus formas de acción (el golpe, “la montonera”, el autoritarismo, el totalitarismo, etc.) como veremos en los siguientes textos (el subrayado es nuestro):
Ese partido (el Partido Democrático Nacional) no podía ser, para cumplir cabalmente su misión histórica de transformar a Venezuela, ni de tipo clasista, ni de tipo demo-liberal ni menos aún de tipo totalitario. Un partido clasista, por la naturaleza de la transformación social planteada en Venezuela, esta imposibilitado para conducir a los amplios sectores populares a la lucha y a la victoria contra los enemigos históricos del pueblo. Un partido demoliberal (de centro), encuadrado dentro de un programa de reformas formales y sin vocación ni posibilidad para ir al fondo de los problemas sociales, tampoco es capaz de dirigir al pueblo venezolano hacia la meta de sus aspiraciones colectivas, coincidentes con las necesidades de Venezuela como nación. Un partido de corte antidemocrático tampoco reclama el porvenir económico-social del país, sino antes bien lo repudia tenazmente: el mantenimiento de un Estado autocrático del tipo Juan Vicente Gómez consumaría el agotamiento definitivo del pueblo venezolano, víctima de los atropellos y despojos erigidos en sistema de gobierno (…) (“Tesis Política y programa del Partido Democrático Nacional (PDN)”, 1939, pp. 21-22)
Dentro de la ley estamos y dentro de ella nos mantendremos, así nos pongan más y más estrecho este campo artimañas y socarronerías con que hoy guste disfrazarse la violencia rampante de ayer, porque nos anima el propósito de demostrar que sí somos merecedores los venezolanos de que nos rijan ordenamientos legales prudentes y justos y no bravuconadas autoritarias, a la manera de antes, que fue nuestra vergüenza, no por culpa de los que aquí estamos ciertamente. (Rómulo Gallegos, 1941, “Discurso en el acto de instalación de Acción Democrática”, p. 2).
Acción Democrática se consideró líder de su generación y de los civilistas; de una NUEVA forma de hacer política que en palabras de Rómulo Gallegos negaba (e incluso le horroizaban) las “bravuconadas autoritarias, a la manera de antes”. Desde el 28 se creó el mito de la “pureza civilista” de los demócratas; y con esta tradición a cuestas, fue como en 1945 la joven oficialidad del Ejército les pidió a los dirigentes de AD que los acompañaran en un “atajo insurreccional” que destruiría lo que tanto habían predicado. Caerían en lo que Gallegos había calificado hasta ahora de “vergüenza nacional”.
A lo largo de los primeros cinco años de los cuarenta se enfrentaron dos formas de comprender la sociedad y la democracia: una teniendo como protagonistas a las masas y sus organizaciones, y la otra donde una minoría militar fundamentalmente tutelaba al resto. El 18 de octubre representaría la ruptura violenta entre estas dos visiones, y el abandono por parte de la primera de su pureza originaria, tal como hemos explicado anteriormente.
Ese partido (el Partido Democrático Nacional) no podía ser, para cumplir cabalmente su misión histórica de transformar a Venezuela, ni de tipo clasista, ni de tipo demo-liberal ni menos aún de tipo totalitario. Un partido clasista, por la naturaleza de la transformación social planteada en Venezuela, esta imposibilitado para conducir a los amplios sectores populares a la lucha y a la victoria contra los enemigos históricos del pueblo. Un partido demoliberal (de centro), encuadrado dentro de un programa de reformas formales y sin vocación ni posibilidad para ir al fondo de los problemas sociales, tampoco es capaz de dirigir al pueblo venezolano hacia la meta de sus aspiraciones colectivas, coincidentes con las necesidades de Venezuela como nación. Un partido de corte antidemocrático tampoco reclama el porvenir económico-social del país, sino antes bien lo repudia tenazmente: el mantenimiento de un Estado autocrático del tipo Juan Vicente Gómez consumaría el agotamiento definitivo del pueblo venezolano, víctima de los atropellos y despojos erigidos en sistema de gobierno (…) (“Tesis Política y programa del Partido Democrático Nacional (PDN)”, 1939, pp. 21-22)
Dentro de la ley estamos y dentro de ella nos mantendremos, así nos pongan más y más estrecho este campo artimañas y socarronerías con que hoy guste disfrazarse la violencia rampante de ayer, porque nos anima el propósito de demostrar que sí somos merecedores los venezolanos de que nos rijan ordenamientos legales prudentes y justos y no bravuconadas autoritarias, a la manera de antes, que fue nuestra vergüenza, no por culpa de los que aquí estamos ciertamente. (Rómulo Gallegos, 1941, “Discurso en el acto de instalación de Acción Democrática”, p. 2).
Acción Democrática se consideró líder de su generación y de los civilistas; de una NUEVA forma de hacer política que en palabras de Rómulo Gallegos negaba (e incluso le horroizaban) las “bravuconadas autoritarias, a la manera de antes”. Desde el 28 se creó el mito de la “pureza civilista” de los demócratas; y con esta tradición a cuestas, fue como en 1945 la joven oficialidad del Ejército les pidió a los dirigentes de AD que los acompañaran en un “atajo insurreccional” que destruiría lo que tanto habían predicado. Caerían en lo que Gallegos había calificado hasta ahora de “vergüenza nacional”.
A lo largo de los primeros cinco años de los cuarenta se enfrentaron dos formas de comprender la sociedad y la democracia: una teniendo como protagonistas a las masas y sus organizaciones, y la otra donde una minoría militar fundamentalmente tutelaba al resto. El 18 de octubre representaría la ruptura violenta entre estas dos visiones, y el abandono por parte de la primera de su pureza originaria, tal como hemos explicado anteriormente.
Autor: Carlos Balladares Castillo (mayo, 2008)
La solución: el mito revolucionario de la unión cívico-militar
Son conocidas las crónicas de aquellos días, las reuniones que efectuaron los militares de la joven oficialidad con los dirigentes de AD para llevar a cabo el golpe, y especialmente para legitimar su acción con el apoyo del partido más popular de la oposición a Medina Angarita. Todo el problema con las candidaturas, la locura de Diógenes Escalante, la no aceptación del nuevo candidato (Biaggini) y el peligro de la vuelta al poder de López Contreras. Todo esto ha sido discutido y contado hasta la saciedad. A nosotros nos interesa especialmente el problema del cambio de actitud de AD, su “atajo insurreccional” (como el propio Betancourt lo llamó) frente a una trayectoria antimilitarista y antigolpista. No podemos saber qué pasó por la mente de los dirigentes civiles involucrados en esos momentos, ni si quiera saber qué hubiera ocurrido si la candidatura de consenso entre el gobierno y AD hubiera funcionado. En caso de ser así, ¿AD no habría apoyado el golpe?, ¿se hubiera dado el golpe?, ¿el golpe lo hubiera hecho López Contreras?; son preguntas sin respuesta. El hecho cierto es que el golpe le facilitó la llegada al poder a AD de manera mucho más rápido de la que le hubiera tomado con la nueva Constitución de 1945, a pesar de las intenciones que había mostrado Escalante de instaurar el sufragio universal. AD tenía el poder, y fue coherente con su meta fundamental: las reformas electorales y políticas de ampliación de la participación popular. La justificación del cambio de actitud tuvo que realizarla la Generación del 28 en pleno, no sólo AD; todos los civilistas aceptaron la realidad del golpe por sus consecuencias inmediatas: llegar al poder y hacer los cambios soñados. Pero ¿bastaba esto para justificar lo que podría considerarse un “pacto con el diablo”, al rechazar más de 10 años del cultivo de un civilismo radical y puro?.
Era claro que no bastaba, se debió crear un nuevo discurso que justificara lo más evidente del 18 de octubre: el ser un golpe de Estado, un pronunciamiento militar común y corriente. Para lograr tal objetivo se debía cambiar la visión del actor principal: la Fuerza Armada. ¿Cómo decir que el ejército que dio el golpe no es el mismo que fue creado por el gomecismo y había mantenido en el poder a los herederos de este por 10 años?. La respuesta en parte estaba en la profesionalización, en la modernización del mismo; y producto de este proceso fue que el alzamiento lo llevaron a cabo los jóvenes oficiales frente a los rezagos del caudillismo (los generales “chopo de piedra”), aunque el Presidente de la República no era de estos generales. El alzamiento tenía como objetivo seguir la tendencia institucionalizadora, era la ruptura definitiva con el personalismo; y se veía “arropado” a su vez con una alianza política a los que representaban la modernización política (el sufragio universal, el civilismo). Este no era el mismo ejército gomecista, o lopecista o incluso medinista; esto fue lo que se quiso mostrar; y las acciones de reforma de la institución militar lo demostraron (imposición de la meritocracia, mayor formación, incremento del sueldo y de la seguridad social, mejoramiento del parque militar, etc.)[1]. Hacer tal cambio en los militares no era una reforma cualquiera, era una verdadera revolución en un país con una tradición de culto al hombre de armas. Los militares eran revolucionarios, además, porque anhelaban – según este discurso – asumir el papel que el civilismo les daba: ser defensores de la libertad, ser republicanos. Con estos “soldados” los civiles si se podía aliar pero… ¿para llevar a cabo un golpe? ¿para abandonar la política civilista?.
Se podría decir que los militares estaban más cerca de los civiles, según lo anteriormente explicado; pero, y: ¿los civiles de los militares? ¿se puede civilizar la violencia de un golpe de Estado realizado por el ejército?. En este aspecto la contradicción era evidente, y se tuvo que caer en una legitimidad posterior a los hechos. El apoyo popular abrumador a AD en las elecciones del Trienio “demostraban” que el 18 de octubre estuvo justificado, el pueblo lo aprobaba con el apoyo electoral a sus actores y sus reformas. Los cambios eran revolucionarios, e incluso las vías políticas de toma del poder también lo eran en el sentido de no ser una insurrección sino un golpe de Estado y no ser fruto de la alianza de caudillos sino de la unión de un partido político y un sector del ejército, los dos nuevos actores que aparecían por primera vez en el espacio político[2]. El considerarla una revolución tal como lo hizo el régimen que instauró AD desde ese momento, llevó a “santificar” la unión de civiles y militares siempre y cuando sus metas fueran hacer una revolución. El civilismo perdió su pureza original, y desde ese instante no pudo deslastrarse de la presencia de los militares. Las nuevas intervenciones militares, se tratarán de justificar en la presencia de los civiles y por la magnitud o bondad de sus objetivos. El 18 de octubre había creado una nueva forma de actuar en política, marcando el momento fundacional de nuestra democracia; y no sólo se puede reducir a un cambio de élite en el poder y a la irrupción de las masas a la política, tal como señalamos en la introducción siguiendo a Manuel Caballero. El mito del 18 de octubre permitió un 23 de enero de 1958, pero también un 4 de febrero; y la historia no ha terminado.
Son conocidas las crónicas de aquellos días, las reuniones que efectuaron los militares de la joven oficialidad con los dirigentes de AD para llevar a cabo el golpe, y especialmente para legitimar su acción con el apoyo del partido más popular de la oposición a Medina Angarita. Todo el problema con las candidaturas, la locura de Diógenes Escalante, la no aceptación del nuevo candidato (Biaggini) y el peligro de la vuelta al poder de López Contreras. Todo esto ha sido discutido y contado hasta la saciedad. A nosotros nos interesa especialmente el problema del cambio de actitud de AD, su “atajo insurreccional” (como el propio Betancourt lo llamó) frente a una trayectoria antimilitarista y antigolpista. No podemos saber qué pasó por la mente de los dirigentes civiles involucrados en esos momentos, ni si quiera saber qué hubiera ocurrido si la candidatura de consenso entre el gobierno y AD hubiera funcionado. En caso de ser así, ¿AD no habría apoyado el golpe?, ¿se hubiera dado el golpe?, ¿el golpe lo hubiera hecho López Contreras?; son preguntas sin respuesta. El hecho cierto es que el golpe le facilitó la llegada al poder a AD de manera mucho más rápido de la que le hubiera tomado con la nueva Constitución de 1945, a pesar de las intenciones que había mostrado Escalante de instaurar el sufragio universal. AD tenía el poder, y fue coherente con su meta fundamental: las reformas electorales y políticas de ampliación de la participación popular. La justificación del cambio de actitud tuvo que realizarla la Generación del 28 en pleno, no sólo AD; todos los civilistas aceptaron la realidad del golpe por sus consecuencias inmediatas: llegar al poder y hacer los cambios soñados. Pero ¿bastaba esto para justificar lo que podría considerarse un “pacto con el diablo”, al rechazar más de 10 años del cultivo de un civilismo radical y puro?.
Era claro que no bastaba, se debió crear un nuevo discurso que justificara lo más evidente del 18 de octubre: el ser un golpe de Estado, un pronunciamiento militar común y corriente. Para lograr tal objetivo se debía cambiar la visión del actor principal: la Fuerza Armada. ¿Cómo decir que el ejército que dio el golpe no es el mismo que fue creado por el gomecismo y había mantenido en el poder a los herederos de este por 10 años?. La respuesta en parte estaba en la profesionalización, en la modernización del mismo; y producto de este proceso fue que el alzamiento lo llevaron a cabo los jóvenes oficiales frente a los rezagos del caudillismo (los generales “chopo de piedra”), aunque el Presidente de la República no era de estos generales. El alzamiento tenía como objetivo seguir la tendencia institucionalizadora, era la ruptura definitiva con el personalismo; y se veía “arropado” a su vez con una alianza política a los que representaban la modernización política (el sufragio universal, el civilismo). Este no era el mismo ejército gomecista, o lopecista o incluso medinista; esto fue lo que se quiso mostrar; y las acciones de reforma de la institución militar lo demostraron (imposición de la meritocracia, mayor formación, incremento del sueldo y de la seguridad social, mejoramiento del parque militar, etc.)[1]. Hacer tal cambio en los militares no era una reforma cualquiera, era una verdadera revolución en un país con una tradición de culto al hombre de armas. Los militares eran revolucionarios, además, porque anhelaban – según este discurso – asumir el papel que el civilismo les daba: ser defensores de la libertad, ser republicanos. Con estos “soldados” los civiles si se podía aliar pero… ¿para llevar a cabo un golpe? ¿para abandonar la política civilista?.
Se podría decir que los militares estaban más cerca de los civiles, según lo anteriormente explicado; pero, y: ¿los civiles de los militares? ¿se puede civilizar la violencia de un golpe de Estado realizado por el ejército?. En este aspecto la contradicción era evidente, y se tuvo que caer en una legitimidad posterior a los hechos. El apoyo popular abrumador a AD en las elecciones del Trienio “demostraban” que el 18 de octubre estuvo justificado, el pueblo lo aprobaba con el apoyo electoral a sus actores y sus reformas. Los cambios eran revolucionarios, e incluso las vías políticas de toma del poder también lo eran en el sentido de no ser una insurrección sino un golpe de Estado y no ser fruto de la alianza de caudillos sino de la unión de un partido político y un sector del ejército, los dos nuevos actores que aparecían por primera vez en el espacio político[2]. El considerarla una revolución tal como lo hizo el régimen que instauró AD desde ese momento, llevó a “santificar” la unión de civiles y militares siempre y cuando sus metas fueran hacer una revolución. El civilismo perdió su pureza original, y desde ese instante no pudo deslastrarse de la presencia de los militares. Las nuevas intervenciones militares, se tratarán de justificar en la presencia de los civiles y por la magnitud o bondad de sus objetivos. El 18 de octubre había creado una nueva forma de actuar en política, marcando el momento fundacional de nuestra democracia; y no sólo se puede reducir a un cambio de élite en el poder y a la irrupción de las masas a la política, tal como señalamos en la introducción siguiendo a Manuel Caballero. El mito del 18 de octubre permitió un 23 de enero de 1958, pero también un 4 de febrero; y la historia no ha terminado.
Autor: Carlos Balladares Castillo (mayo, 2008)
Citas
[1] Ob.cit., pp. 51 y 52.
[1] Manuel Caballero, 1987, “18 de octubre de 1945” en FUNDACIÓN POLAR, Diccionario de Historia de Venezuela (CD Rom).
Bibliografía
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CASTRO LEIVA, Luis (1988), El dilema octubrista 1945-1987, Caracas: Cuadernos Lagovén.
GALLEGOS, Rómulo (1941), “Discurso en el acto de instalación de Acción Democrática”. Recuperado en Abril, 16, 2008, http://www.analitica.com/Bitblio/rgallegos/ad1.asp
"Junta Revolucionaria de Gobierno" presidida por Rómulo Betancourt que tomó el poder despúes del golpe de Estado del 18 de octubre de 1945. |
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